Galeanópolis

Por Rubén Cusati

Eduardo Galeano le cambió la vida a R. con quien me une una borgiana y contradictoria amistad.

Apenas saliendo de la adolescencia discutíamos con R. desde posiciones encontradas acerca de todos los temas: filosofía, fútbol, mujeres, ajedrez, música, arte, política, especialmente política. Derecha él (la primera vez votó por Alsogaray), yo de izquierda. En esos debates infinitos que duraban las noches hasta las sombras largas del amanecer insomne y los días hasta que las sombras volvían a prolongarse y la oscuridad obligaba a encender las lámparas, en los veranos y en los inviernos, se iba fortaleciendo nuestra amistad entrañable porque no dejábamos de conocernos aún escarbando en las miserables miserias que cada uno portaba como mochila que se alivianaba en la conversación con el Otro.

Esa unión profunda no despreciaba tampoco las pequeñas envidias, maldades, odios incluso, que se forjaban en las acciones y los hechos cotidianos que provocaban discusiones eternas sin solución de continuidad y sin ningún acuerdo, lo que aumentaba la incerteza de cada uno para tomar decisiones que es típica de esa edad. Había, empero, una consigna, un rito que se respetaba. Cuando uno de los dos conocía en la casa de alguien un vino que valiera la pena, de inmediato visitaba al otro con una botella de ese vino, se compraba un poco de queso y algo de pan y se bebía, eso sí, en ese caso, en absoluto silencio y armonía.

A esa temprana edad entre los 15 y 20 años, los deportes, las mujeres y la música son la manera más deliciosa de ir creciendo.

Él no tenía idea de cómo pegarle a la pelota, lo hacía con la pierna rígida, sin doblar la rodilla, por lo que para darle impulso hacía fuerza con el torso y la arrojaba apenas a unos pocos metros. Prefería las especialidades atléticas, barras, abdominales, se destacaba en correr maratones y menos en carreras cortas de 100 y 200 metros. Yo jugaba y jugaba al fútbol y, como tenía una cierta habilidad para el ataque y el gol, me esforzaba poco en agotarme en la defensa por lo que recibí en el barrio el apodo de “fatiga”. Entre partido y partido se jugaba a las barajas españolas: truco él, tute cabrero yo y en los intermedios mientras yo me pasaba practicando jugadas con la pelota, rabona, sombrerito de taco, y tantos otros me cansaba viendo a R. corriendo épicamente alrededor de los ¿cinco, diez? kilómetros del Parque Saavedra, no el que da a la Avenida General Paz que en realidad se llama Sarmiento sino el verdadero, el que está frente a donde yo vivía.

Las simpatías hacia los clubes también diferían, él livianamente de River, yo fanático de Platense. Cada uno era socio de su club y el otro se colaba en los partidos, llegábamos juntos a la cancha, él enfilaba a la tribuna de River, yo a la otra. A nosotros nos llaman “los tirapiedras” y cuando empezaba el  lanzamiento de objetos contundentes o de líquidos sospechosos hacia abajo, yo trataba de apaciguar el ánimo de los calamares por temor a que lastimaran a mi amigo/enemigo R.

Las hormonas a tope conducían a que gran parte de las conversaciones versaran sobre mujeres. A uno las rubias altas, al otro (a mí) petisas y morochas; a uno el ir, al otro el venir, y resumiendo, entre los dos abarcábamos a todas las mujeres del mundo. Es muy peculiar que los hombres, a pesar de lo que se cree, describen a una mujer que les atrae de verdad sin dar demasiadas precisiones de detalle corporal y utilizan términos cuasi espirituales, angelical, suave, delicada, inteligente, etc. R. me hablaba de una chica con la que había empezado a salir y yo me iba formando una idea física de ella. Cuando la conocía era absolutamente distinta a como la había imaginado lo que me provocaba una gran decepción y a creer definitivamente cierta la frase “el amor es ciego”. Hasta la voz era distinta, la pensaba aflautada y cuando la oía, era más grave, de contralto, o al revés. Piazolla, cuando se separó de Amelita Baltar, por despecho, amplió la frase: “el amor no sólo es ciego…también es sordo”. Supongo que otro tanto le sucedía a él cuando yo era el que describía a una mujer.

También la música es otra actividad importante de aquellos, los días felices. No reiteraremos las discrepancias (Beatles o Rolling, tango o folclore, etc.) sino lo que fue para mí el primer signo de alerta, de un terrible signo de alerta. Uno de nosotros hizo amistad con Chacho Echenique, uno de los integrantes del Dúo Salteño. Escuchar al Dúo nos provocó (a los dos) una emoción tan honda y profunda que no pudimos agregar palabra alguna, sólo lágrimas. Las dos voces cantaban dos melodías simultáneas, las voces van entre el canto abagualado de Echenique (que alcanzó a jugar en San Lorenzo del cual es hincha) y la zamba barítona de Jiménez. Las voces van y vienen manejadas por el Cuchi Leguizamón, la verdadera coronación de la música argentina. Tuvimos la suerte de escucharlos la última vez que estuvieron Buenos Aires antes de morir Jiménez y será imposible alcanzar el supremo deleite y emoción que nos brindaron. Un conocedor publicó que cuando escucha algo del dúo Coplanacu, por ejemplo, corre a poner un disco del Salteño para desintoxicarse. Será difícil, imposible diría, igualarlos, falta el Cuchi, falta Jiménez, nos queda sólo el amigo Chacho. Al salir de ese concierto tuve la premonición de una desgracia amarga o de algo bello y extraordinario: dos voces tan distintas que sonaban tan armoniosas.

El alerta me provocó escalofríos y lágrimas que aún no sé si son de goce o de dolor, que es probable que sean exactamente lo mismo, por otra parte. Las grandes diferencias que mantenía y mantengo con R., se tocan en un punto. La ultraizquierda aparece a la derecha y viceversa y giran 360 grados y vuelven a girar en el espacio amarronado sepia del recuerdo y ya no se conoce cuál es le punto de partida y cuál el de llegada. R. y yo, ¿no son otro William Wilson como el relato de Poe, reiterado caso del doble tan trajinado en la literatura pero a la inversa…? ¿No soy yo mismo R., acaso…?

Las comparaciones para resaltar las discrepancias se pueden llevar hasta el infinito, no vale ya la pena en remover los fantasmas acerca de una época que se ha ido o que nunca existió y que se mantiene en la memoria de los pasillos borroneados y mentirosos de una ficción.

¿Cuál fue la influencia de Eduardo Galeano, entonces, y cómo le cambió la vida a R?

R. había comenzado a trabajar alrededor de los 20 años y pico. Tenía auto, un bien muy preciado en aquella época, un lujo, un Renault Gordini con el que recorrimos juntos el país, desde el Calafate hasta Villazón en Bolivia.

No sé de qué manera y de quién cayó en sus manos un libro de Galeano, Las venas abiertas de América Latina. A partir de su lectura todas sus posturas cambiaron radicalmente y comenzó una militancia sin partido pero con un objetivo claro. Todos los meses compraba los ejemplares que podía y, a la manera de los evangelistas que abundan hoy e intentan convencer a las personas para que asistan a reuniones de la Iglesia de Dios, R. lo único que pretendía era que leyeran Las venas… Si vislumbraba un cierto interés en su interlocutor, le regalaba el libro con la promesa de que luego lo pasara a otra persona y, si es verdad lo que cuentan que ese libro abrió el pensamiento de millones de cerebros en el mundo, R. debió de haber contribuido a ese fenómeno.

Sus ideas cambiaron pero no fue eso lo que le cambió su vida. Las ideas no cambian el mundo, sólo incitan a otros convencidos a realizar acciones, hechos, que sí lo modifican. R., recordemos su edad de 20 y pico, abordaba a mayoría de jóvenes por cuestiones de empatía. Y dentro del grupo de jóvenes, por su costado frívolo si ustedes quieren, la mayoría eran mujeres a quienes le resultaba más fácil convencer: no sé si dije que R., además, era muy apuesto, de hablar refinado no común a esa edad (estudiaba Derecho) y tenía bastante éxito con sus amores. Pasaron 2 años, entregó cientos de ejemplares hasta que convenció a una mujer que raramente poseía las características que yo prefería. Con ella continuó la relación, leyendo a Marx y al Che y otros libros de Galeano en todos los cafés de Buenos Aires.

Al conocerla, fue la primera vez que no me decepcioné de las equívocas descripciones que R. me hacía de la belleza de una mujer: era tal cual yo la había imaginado, mi ideal de mujer. Esa noche nos pasó algo que, paradojalmente, le ocurrió a Galeano con Onetti y su mujer. Fuimos R., la mujer y yo al Palacio de las papas fritas. Comíamos los tres en silencio, feliz yo de verlo feliz a R. enamorado. Ella interpretó mal ese prolongado silencio, se levantó y dijo: Si quieren estar a solas y hablar de sus cosas yo me voy… La pudimos calmar y R., al poco tiempo se casó con ella y tienen 7 hijos. Sigue él con su antigua militancia y no pierde oportunidad de ejercer su poder de convencimiento aún hoy en día, por supuesto con un menor ahínco. A él, no caben dudas, Galeano le cambió la vida.

Mis siete hijos ya son grandes, los veo poco y mis siete nietos están en la etapa de adolecer sus cambios hormonales. Eso sí, desde que nació, a uno lo hice socio de Platense y también de River por respeto a R. El rito del vino continúa.

Galeano escribió muchos buenos libros, siempre defendiendo a los nadies. A fines de los 80 tuve la ilusoria pretensión como muchos otros de filmar Las venas… por lo que me comuniqué con él por intermedio de Osvaldo Bayer y de amigos orientales para dejarle una actualización de los datos que figuran en el libro de 1971 y mis antecedentes, el proyecto se frustró por falta de dinero.

Uno de los temas sobre el que Galeano volvió una y otra vez, fue el primer alzamiento revolucionario en América: en 1780/1781 de José Gabriel Condorcanqui Noguera -Túpac Amaru- que abolió la esclavitud, la encomienda y la mita (servicio forzoso) que ocasionaba una gran mortandad entre los indígenas debido, entre otras cuestiones, a la “agresión climática” que provocaban los traslados de las montañas al llano y del llano a las montañas. Recordemos que el país más rico de América era Bolivia y el Cerro Potosí estaba hecho de plata. Millones murieron en sus entrañas.

Manuel Belgrano, en el Congreso de Tucumán, reinvindicaría esa revolución proponiendo la conveniencia de instaurar una monarquía constitucional conducida por un rey inca con sólidos fundamentos. Juan Bautista Túpac Amaru, el hermano menor de Condorcanqui,  sería el Rey Inca que fue el único sobreviviente de la masacre de toda su familia. Los generales José de San Martín y Martín Miguel de Güemes apoyaron la propuesta de Belgrano que contó, además con la aprobación del Congreso por aclamación, aunque por mayoría simple y no por los dos tercios de los votos como era necesario.

En el momento en que Colón llegó a América, la civilización de los Incas era superior en organización política, social y económica a la que trajeron los españoles de Europa. Belgrano, además, sostenía que la capital de la nueva nación tenía que ser el Cuzco: en 1816, Buenos tenía apenas 60 mil habitantes, mientras que desde Córdoba hasta Lima vivían 2 millones y medio de habitantes, americanos en su mayoría indígenas.

Cuando el 9 de julio de 1816, el Congreso proclamó la Independencia lo hizo en nombre de las “Provincias Unidas de Sud América”, y no sólo por las que pertenecían al “Río de la Plata”, y tanta importancia le dio a la participación de los pueblos originarios, que ordenó imprimir copias del Acta en español, en quechua y en aymara. Todo esto se desconoce ocultado por la historia oficial.

Resurrección de Túpac Amaru

Túpac Amaru había sido el último rey de los incas, que durante cuarenta años había peleado en las montañas del Perú. En 1572, cuando el sable del verdugo le partió el pescuezo, los profetas indios anunciaron que alguna vez la cabeza se juntaría con el cuerpo.

Y se juntó. Dos siglos después, José Gabriel Condorcanqui encontró el nombre que lo estaba esperando. Convertido en Túpac Amaru, él encabezó la más numerosa y peligrosa rebelión indígena en toda la historia de las Américas. Ardieron los Andes (…) Y a punto estuvo de conquistar el Cuzco. La ciudad sagrada, el corazón del poder, estaba ahí: desde las cumbres se veía, se tocaba.

Habían pasado dieciocho siglos y medio, y se repetía la historia de Espartaco, que tuvo a Roma al alcance de la mano. Y tampoco Túpac Amaru se decidió a atacar. Tropas indias, al mando de un cacique vendido, defendían el Cuzco, ciudad sitiada, y él no mataba indios: eso no, eso nunca. Bien sabía que era necesario, que no había otra, pero…

Mientras él dudaba, que sí, que no, que quién sabe, pasaron los días y las noches y los soldados españoles, muchos, bien armados, iban llegando desde Lima.

En vano le enviaba desesperados mensajes su mujer, Micaela Bastidas, que comandaba la retaguardia:

—Tú me has de acabar de pesadumbres…

—Yo ya no tengo paciencia para aguantar todo esto…

—Bastantes advertencias te di…

—Si tú quieres nuestra ruina, puedes echarte a dormir.

En 1781, el jefe rebelde entró en el Cuzco. Entró encadenado, apedreado, insultado.

Lluvia

Carta de Túpac escrita con sangre a su esposa

En la cámara de torturas, lo interrogó el enviado del rey.

-¿Quiénes son tus cómplices?- le preguntó.

Y Túpac Amaru contestó:

-Aquí no hay más cómplices que tú y yo. Tú por opresor, y yo por libertador, merecemos la muerte.

Fue condenado a morir descuartizado. Lo ataron a cuatro caballos, brazos y piernas en cruz, y no se partió. Las espuelas desgarraban los vientres de los caballos, que en vano pujaban, y no se partió.

Hubo que recurrir al hacha del verdugo.

Era un mediodía de sol feroz, tiempo de larga sequía en el valle del Cuzco, pero el cielo fue negro de pronto y se rompió y descargó una lluvia de ésas que ahogan al mundo.

También fueron descuartizados los otros jefes y jefas rebeldes, Micaela Bastidas, Túpac Catari, Bartolina Sisa, Gregoria Apaza… Y sus pedazos fueron paseados por los pueblos que habían sublevado, y fueron quemados, y sus cenizas arrojadas al aire, ‘para que de ellos no quede memoria’.

 

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