¿Malos alumnos? o ¿Escolares en problemas?

Por Gabriela Dueñas / De cómo las escuelas y adultos responden a las diferentes necesidades que manifiestan niños, niñas y adolescentes a la hora de aprender.

Entendemos al aprendizaje como una problemática compleja en la que convergen una multiplicidad de factores, y al mismo tiempo, como un proceso que se despliega en un contexto socio-histórico-político y cultural particular, necesitando de ciertas condiciones básicas que garanticen su concreción. Cuando estas condiciones no están dadas, aparecen problemas como indicadores que evidencian tal complejidad.

No resulta difícil pensar entonces que simplificar los mismos, depositando toda la responsabilidad en los alumnos, ha sido y continúa siendo uno de los “atajos” más frecuentes a los que solemos apelar los adultos para des involucrarnos de ellos, de manera particular los padres, los docentes y hasta no pocos profesionales especialistas en infancia y adolescencia.

Al respecto, y si hacemos un poco de historia, cualquiera podrá recordar que siempre hubieron en las escuelas niños, niñas y adolescentes que manifestaban dificultades particulares en sus aprendizajes y/o en su conducta escolar. Y ante quienes y “por su propio bien”, sus familias y las escuelas redoblaban sus esfuerzos disciplinadores, trabajando en forma conjunta para “normalizarlos”. Cuando nada de esto funcionaba, se los derivaba al circuito de grados de nivelación, al de educación especial o simplemente quedaban excluidos del sistema escolar, cargando en su mochila de “mal alumno “con todo el peso del fracaso escolar.

Hoy, los mismos dispositivos, parece insistir en la escena escolar, esta vez camuflados de etiquetas diagnósticas de trastornos mentales ligados a supuestas “deficiencias neurocognitivas innatas” atribuidas a los propios chicos, aún a pesar que los argumentos sobre los que se sostienen, avanzan a contramano de todos los avances que se vienen realizando desde el campo de las neurociencias, la genética y la psicología del desarrollo.

Y lo que es aún más grave, sin que hasta la fecha se haya podido hallar ninguna prueba que, “a ciencia cierta”, corrobore estas hipótesis de fuerte sesgo biologicista, se los somete a la administración de drogas psicoactivas, complementados de múltiples tratamientos psicopedagógicos, fonoaudiológicos, psicomotrices…que los dejan incluso sin tiempo para “abrir la puerta para ir a jugar”.

Todo parece indicar que aquellas prácticas médico-pedagógicas, aún en pleno Siglo XXI, no parecen haber cambiado demasiado. Resulta preocupante, en este sentido, observar que a pesar de todos los esfuerzos realizados por intentar transformar a las escuelas de educación común en inclusivas, aquellas mismas dificultades que hacían que no pocos escolares fueran calificados como “malos alumnos” ( por manifestar desatención, desorganización, desinterés, indisciplina, etcétera) hoy no sólo parecen haberse incrementado, sino que continúan instaladas, muy lejos aún de haber encontrado soluciones alternativas a las que durante décadas enarbolaban como estandarte el recordado lema “la letra con sangre entra”. En todo caso, la novedad, es que la coerción “física”, hoy parece ser de tipo “química”; pero sin resignar tampoco aquellas viejas recetas basadas en el ejercicio reforzado con premios y castigos, y que hoy continua ofreciéndose en el mercado, disfrazadas en esta ocasión, bajo el nombre de “programas de adiestramiento cognitivo conductuales “ o “reprogramaciones neurocognitivas”.

Ante estas circunstancias, resulta necesario advertir que en lugar de avanzar en involucrarnos en el análisis de los complejos problemas con los que nos desafían hoy tantos chicos en las aulas, insistimos en su lugar en seguir pensando que las dificultades que ellos manifiestan son un asunto exclusivamente de ellos, como si sus historias y condiciones de vida, de crianza y escolares no tuvieran nada que ver con las dificultades que expresan.

Sobre esto, y si se considera el aumento llamativo de niños que hoy transitan por las aulas portando diagnósticos-etiquetas (como ADD-H, TGD, TOC, TOD o dislexias, entre otros) convalidados incluso por “certificados de discapacidad” que ahora se tramitan con llamativa rapidez a partir de la orden de cualquier médico de cabecera, puede concluirse que el preocupante fenómeno que se viene observando de los “malos alumnos” devenidos ahora en “deficientes”, “trastornados” y” discapacitados mentales”, reviste una gravedad que no puede soslayarse en la medida que lo que están en juego son nada menos que los derechos de los niños.

Niños, niñas y adolescentes que se ven afectados por la imposición de rótulos derivados de prácticas medicalizadoras que con ligereza los estigmatizan, obturando al mismo tiempo toda posibilidad de escucha acerca de diversos malestares que probablemente están intentando comunicarnos, con la esperanza que, quizás, alguien en la escuela los pueda ayudar.

Así, con frecuencia, nos encontramos que detrás de un marcado desinterés por lo que está explicando una maestra en clase, hallamos a un niño angustiado porque sus padres se están separando, porque escuchó que su abuelo está muy enfermo, que el dinero no alcanza para llegar a fin de mes, o porque su papá deberá ausentarse por mucho tiempo de la casa por motivos laborales. Otras veces, se trata de niños u adolescentes que se sienten o están muy solos, aislados durante muchas horas, entreteniéndose con distintos tipos de pantallas, y que cuando llegan a la escuela manifiestan una necesidad imperiosa de interactuar con pares, jugar con ellos, charlar mirándolos a la cara, pero… el recreo no les alcanza!

¿Se puede alguien imaginar cómo puede llegar a sentirse un chico cuando además de padecer cotidianamente situaciones de violencia familiar, desbordado, llega cada mañana a la escuela y no puede dejar de comportarse como un “mal alumno”? Y ¿Qué le resta sentir o pensar de sí mismo si además de no encontrar a ningún adulto que lo escuche, en su lugar, lo someten a la administración de una serie de observaciones y de tests con el objeto de medirle su nivel de funcionamiento cognitivo, para concluir luego y rápidamente que es él quien padece de un trastorno por algún tipo de deficiencia?

Resulta oportuno quedarse pensando entonces si este fenómeno que se observa en cualquier escuela, por el cual pareciera ser que se han sustituido viejas prácticas que calificaban como “malos” a aquellos alumnos que manifiestan dificultades de adaptación escolar, por una novedosa tendencia a “patologizarlos”, es decir, a concebirlos como “enfermos”, casi con “naturalidad”, no debiera ser considerado hoy como un potente analizador, al que parece necesario atender respecto de lo que nos puede estar ocurriendo como sociedad en relación a nuestros niños y jóvenes en situación de aprendizaje escolarizado.

Desde esta perspectiva, es válido preguntarse también si esta tendencia actual a intentar “normalizar” conductas “desadaptadas”, apelando a tratamientos médicos psicopedagógicos que permiten disciplinarlos rápidamente, no se trata en realidad de una especie de atajo que permite sortear las complejidades de un problema de otra índole, con el que hoy parece que las infancias y juventudes actuales nos interpelan a todos, no sólo a los maestros y profesores.

En el mismo sentido y en consideración a otros aspectos del mismo problema, resulta válido considerar que ante los profundos cambios socioculturales que atraviesan la época, impactando de lleno en la modelación de nuevos tipos de subjetividades (nuevas formas de ser niño, niña o adolescentes), no pocos escolares padecerían, efectivamente, de déficit de atención, pero de déficits de atención de parte de sus adultos que, al no comprender aún bien cómo es que aprenden en la actualidad las nuevas infancias y adolescencias (porque de hecho, por fuera de la escuela, sí lo hacen) tampoco saben cómo enseñarles lo que se pretende que aprendan. Y, lo que resulta aún más grave, es que como se carece de un pensamiento que nos permita entender por qué se comportan de una manera diferente de lo que esperamos, tendemos a patologizar la diferencia, es decir, a vivirla como extraña, calificándola como anormal (por fuera de la norma) o como se estila decir hoy, como un trastorno mental.

¿Por qué no pensar que esto de los “malos alumnos” en realidad se trata de un “problema escolar”? Es decir, de un problema que en primera instancia involucra a la escuela como institución, teniendo en cuenta, además, que es ésta la única institución social que se propone albergar a todas las infancias y adolescencias actuales, y que mal o bien lo viene haciendo, cada vez más horas por día y desde muy temprana edad.

 

Este artículo abreva en otros trabajos publicados de la misma autora.

 

Dra. Gabriela Dueñas

Doctora en Psicología. Licenciada en Educación. Psicopedagoga.

dueñasProfesora Titular de Psicología del Desarrollo I y II y de la Maestría en Dificultades de Aprendizaje de la USAL. Coordinadora del Área de Educación de la UCSE. Sede Académica Bs As. Docente de distintos programas y carreras de Posgrado de la Facultad de Psicología de la UBA, la Universidad Nacional de Rosario y de la Universidad Nacional de Lomas de Zamora, entre otras. Supervisora de tareas ligadas al ejercicio de la Clínica Psicopedagógica en instituciones escolares y centros de salud/salud mental. Coordinadora del Proyecto Laboratorios Sociales en Argentina dirigido por el Dr Miguel Benasayag. Integrante del equipo de capacitación del Instituto de Estudios Superiores de la Corte de Justicia de la Provincia de Bs As en temáticas ligadas a la Ley Nacional de Salud Mental, Infancias y Derechos. Ex miembro fundadora del Forum Infancias e integrante del Colectivo Federal por los Derechos de las Infancias. Autora y compiladora de diversas obras.

 

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