El último tren (cuento)

Todo sucedió de repente. Al medio día se cortó la electricidad y los de mantenimiento no pudieron reponer el servicio. Todas las maniobras resultaron inútiles por extrañas y numerosas fallas de los equipos nuevos y con poco uso. No hubo otra solución que retirar los trenes de las vías pero marcha atrás con equipos propulsados por motores diésel porque los frenos se bloquearon al intentar empujar las formaciones hacia adelante. Mientras retrocedían a lo largo de los túneles para llegar a los talleres y cocheras, las formaciones se hacían cada vez más y más pesadas como si se aumentara la masa de los vagones y estos se hacían más y más difíciles de mover. Cuando al final se estacionaron quedaron como soldados a las vías porque ya fue imposible moverlos. Los moto vehículos quedaron atrapados entre los paragolpes de final de túnel y las formaciones, ahora paralizadas de por vida. Pasaron algunos días, muchos quizás, el tiempo pasaba de manera distinta en la recién inaugurada Línea 4 del subterráneo. Algunos arriesgaron la extravagante hipótesis de que los rarísimos sucesos en la última Línea habilitada ocurrieron porque sería la última que se construiría.

Al corte del servicio siguió un pertinaz aumento de las filtraciones de agua que caía sobre los rieles que no conocían la luz del sol. La oxidación aumentó su velocidad y los rieles desaparecieron víctimas de un rápido y extrañísimo fenómeno corrosivo. Los ingenieros elaboraron un informe técnico dando cuenta de que nunca habían presenciado un fenómeno de deterioro de esa magnitud.

 Justo el día que desapareció el último tramo de vía las filtraciones aumentaron y el agua ya no caía sólo desde el techo sino también por las paredes y subía por los pisos de los túneles. Quizás habían perforado la napa, pero ¿quién?, nadie trabajaba allí.  Las aguas ya no eran blancuzcas, eran azules aguas nítidas y transparentes que procedían de lo más profundo de la tierra.

Las autoridades de la empresa ya habían radicado en la Justicia, las denuncias penales. Más de cinco o diez años pasaron, he perdido la noción del tiempo, hasta que los Delegados del Sindicato fueron absueltos del cargo de sabotaje. Eso no impidió que los sindicalistas fueran desapareciendo de a uno, el gremio cerró para siempre. No hubo ni se radicaron denuncias.

Las corrientes subterráneas aumentaron su caudal y arrastraron a las piedras más pequeñas erosionando a las más pesadas. Nunca se supo hacia donde eran arrastradas, porque jamás se obstruyó sumidero alguno. Más aún, pese a que continuaban los cortes de energía nunca dejaron de funcionar las bombas de achique. Por las noches, el ruido indicaba que se aceleraban, sin que se tuviera conocimiento de las causas de tan poco frecuentes hechos. Por más que las bombas trabajaban sin descanso noche tras noche, no hay día en los lúgubres túneles, no se conseguía que bajara el nivel de las aguas. Cuando los trenes dejan de correr, los túneles son tenebrosos y queribles, el más profundo silencio es sólo interrumpido por el fluir de las aguas, incesante.

El balasto de las vías bajó hasta dejar desnudo el lecho de hormigón. El agua,  sin el impedimento de las piedras, corría más veloz y, cuanto más profundo era su azul, tanto más hondas eran las heridas que infligían al cemento. Poco tiempo pasó hasta que no quedó rastro alguno del cemento y las pisadas de los operarios no hicieron más ruido sobre la amarronada tosca que no llegó a embarrarse porque misteriosamente cesó el flujo de agua. El túnel parecía más ancho para los operarios que ya no tenían jefes, pero era tan solo una ilusión óptica debido a que el piso subía y, poco a poco, el túnel perdía profundidad. El operario más antiguo siguió recorriendo el túnel turno tras turno, debía agacharse como cuando caminaba los bajo andenes hasta que ya no pudo avanzar más. Fue el último que recorrió los túneles; luego de él, solo las ratas se animaron a hacerlo. Los túneles desaparecieron lentamente; las estaciones, en cambio, lo hicieron abruptamente en una noche de tormenta. No quedó rastro alguno de los accesos, las veredas como si nunca hubieran sido rotas. Los vecinos, que hacía años que no tomaban el subte de la Línea 4, ni siquiera notaron su ausencia.

Hubo un suceso que debo comunicar, la falta de energía en la Línea 7 que provocó la detención simultánea de todos sus trenes y el lento olvidar de los ingenieros que habían realizado el proyecto y la dirección de la obra de la Línea 4.

De los planos de proyecto no quedan rastros cumpliéndose mi profecía de veinte años antes: nada quedaría para las generaciones futuras porque los back ups se fueron cayendo de a uno y el personal de sistemas nunca los repuso. La Gerencia General había prohibido la impresión de planos o memorias técnicas en papel. No quedaba nada. Sólo subsisten, en algunas de las oficinas abandonadas de la Sede Central, los cestos para recolección diferenciada de residuos, todos rotos, fragmentos, los verdes reciclables,  los negros la basura común, todo es basura. Las distintas capas de cielo rasos se desprendieron de las losas del techo, cada una colgada de la vieja porque en las sucesivas modernizaciones se había dejado la anterior. En la Sede Central bajaba el techo, a diferencia de los túneles en los que subía el piso. Tanto descendió el techo que los empleados más altos fueron despedidos, previa indemnización, fui uno de ellos.

El personal de los obradores se mudó a la Sede Central cuyos espacios se reducían. Nunca supe dónde se alojaban los cientos y cientos de personas que ingresaban cada mañana. El reloj biométrico hacía más de una década que no funcionaba. Dejó de hacerlo cuando Sistemas olvidó las contraseñas de sus computadoras y nunca más pudo tomar el control. Igualmente, cada empleado que ingresaba tocaba el reloj con el dedo, por costumbre. El edificio ya no se modernizó, nunca más se limpiaron sus salas y las telarañas, lentamente fueron cubriendo el frente del edificio. Los empleados más antiguos recordaban a los más nuevos que todo el frente del edificio había sido cubierto por una chapa agujereada que facilitó la tarea a las arañas que lo cubrieron por completo, salvo la puerta de ingreso por la cual yo, desde fuera, siempre veía salir más gente de la que entraba. Sólo quedó funcionando poco tiempo más la Línea 1, la primera en construirse hace siglos. Corrían por ella algunos viejos coches cuyos frenos empezaron a fallar…

Los túneles obturados de la vieja Línea 4 continuaron siendo recorridos por una presencia, por un alma en pena, un fantasma. La leyenda se transmitió de boca en boca y, llegó un punto en el que quedó en el olvido si realmente, el alma era la de un antiguo empleado que fuera duramente castigado con un apodo que pocos labios se animaban a pronunciar. Nunca nadie supo a ciencia cierta, cual había sido su traición: cuando murió, nunca fue aceptado en el infierno por sus virtudes, ni en el cielo por las acusaciones que vagaban de juzgado en juzgado. Su alma nunca dejó de recorrer, bajo tierra, la traza de la Línea 4. Si bien todos saben que murió, no hubo velatorio, ni inhumación. Nunca se labró el acta de defunción ni persona alguna lo tildó de desaparecido, aunque algunos lo sospechan como un aparecido.

La Sede Central ha sido abandonada hace muchos años. Yo vivo enfrente todavía. Median muchas denuncias de los vecinos porque por las noches se escuchan los llantos de una mujer, una especie de maullido. Hoy el Fiscal consiguió la autorización para ingresar. Unos albañiles demolieron la pared que tapiaba la entrada, apartaron los escombros, cortaron un hueco en la puerta de hierro y penetraron portando potentes linternas. Detrás ingresaron los tres peritos con perros y por último el Fiscal dejando apostado a un agente de la Policía Municipal en la puerta. Los albañiles comenzaron a apartar del camino las enormes montañas de basura que obstaculizaban el camino, junto a gran cantidad de muebles rotos, la degradación era generalizada, los muebles habían sido destrozados por una fuerza sobrehumana. Era de día y los llantos de la misteriosa mujer, si una mujer fuera, eran apenas débiles quejidos, pero lo suficientemente intensos como para ser audibles y guiar al Fiscal y a los otros. Provenían de escaleras arriba. Una vez en el primer piso parecían venir del fondo pero, extrañamente, los perros adiestrados no podían oler rastro alguno, caminaban, corrían como enloquecidos de un lado a otro, perdidos. Los quejidos provenían del fondo del primer piso. Atravesaron varios pasillos, oficinas improvisadas para llegar hasta la última puerta doble, rota, con sus vidrios y restos de un antiguo cartelito descascarado y desteñido en el que se alcanzaba a leer: Por Favor Cierre la Puerta. Lo único que encontraron los peritos fue una extraña imagen dibujada en un pizarrón blanco parecida a un Cristo.

Los perros no encontraron nada más. 

Francisco Mangarielo

 

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