Extraño Borges
Por Rubén Cusati
Sabemos que el mejor escritor argentino concluyó su obra y dejó de escribir cuando no pudo leer más, promediando la década del 50 justo cuando fue nombrado, Director de la Biblioteca Nacional rodeado de todos los libros del mundo. Vivió 30 años más pero nunca se quejó de esa paradoja cruel y dejó de escribir porque él era un organizador de citas de otros y ya no podía citar más. Fundador de un lenguaje insoslayable para los que siguieron. Y no sólo en el Río de la Plata. Vivió desde entonces de sus dichos cargados de ironías, maldades, mentiras, humor, contradicciones, prestigio, dando entrevistas y firmando antologías prescindibles.
Recordemos hoy algunas opiniones y escritos acerca de los juegos de azar, el tango y el juicio a las Juntas de la dictadura.
Para Borges, el caballo estuvo siempre muy ligado al ser humano y a sus juegos y decía que “el caballo es la más noble conquista del hombre”. Sabía de una riña de padrillos, curiosamente de origen escandinavo, que se practicaba en la Edad Media que terminaba muchas veces con la muerte de uno de ellos: empezaban a patadas y para excitarlos se usaban yeguas.
Creía que apostar por dinero era un vicio que se agravaba con el tiempo pero que sí había juegos apasionados como las riñas de gallos, difundidos en la República Oriental y que aquí en Buenos Aires había un solo lugar donde ahora está el Museo Saavedra y era un viejo casco de una vasta estancia (recordar la inolvidable película de Leonardo Favio Aniceto o su antecesora Romance del Aniceto y la Francisca, de como quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más).
Nunca fue a un hipódromo, contaba una anécdota del Sha seguramente apócrifa que se excusaba de ir al hipódromo diciendo: “que si corrían diez caballos, no creía que todos llegasen al mismo tiempo al disco. Y, si ya se sabe de antemano que uno entra primero y otro después, no valía desplazarse al hipódromo pues todo debe ser una tontería”. Era amigo de Diego de Alvear, dueño de un caballo muy bueno dice, Botafogo (nada menos, junto con Yatasto los caballos legendarios en Argentina) “y jamás me sentí tentado a jugarle un solo peso…”.
Visitó las salas de ruleta trajinando como acompañante de Victoria Ocampo: “… jugué alguna vez a la ruleta pero no por codicia. Me interesaban los raros dibujos que puede ir formando el azar. Anotaba, por ejemplo, los pares y los impares de diez o quince bolas, en el orden exacto que salían. Luego trazaba una línea, uniéndolos y se formaba así una simetría que después yo seguía por pura curiosidad. Victoria siempre quería acertar algo y ponía fichas en todos los números. Por supuesto, cobraba siempre pero a la hora se quedaba sin nada…”.
Aborrecía el tango porque consideraba que era una degradación de la milonga
Yo soy del barrio del Alto.
Yo soy del barrio de Retiro.
Yo soy aquel que no miro
Con quien tengo que pelear.
Y al que a milonguear
Ninguno se puso a tiro
que es un desafío mientras el tango es muy sentimental “y yo detesto lo sentimental”. Como dicen en Brasil “… el tango es el lamento de los cornudos…”. Rescata El choclo, El Cusquito y alguno más.
Fue sólo una vez a ver fútbol y se retiró aburrido a la media hora: “Nadie dice qué linda tarde pasé, qué lindo partido vi, claro que mi equipo perdió. Lo único que le interesa es el resultado final. No disfruta con el juego…”.
También narra: “En Paternal, Saavedra, Puente Alsina tomábamos caña brasileña, ginebra. Un día estábamos en una reunión y llegó alguien, a lo mejor el Ángel de la Guarda, que yo no vi y dijo: ¡qué lástima que Borges sea borracho! Como era cierto, dejé de beber. Y no he bebido desde entonces. Han pasado treinta o cuarenta años. Realmente me gustaba mucho la ginebra”.
En 1985 publicó el siguiente artículo en un periódico que contradecía sus opiniones de una década atrás:
“He asistido, por primera y última vez, a un juicio oral. Un juicio oral a un hombre que había sufrido unos cuatro años de prisión, de azotes, de vejámenes y de cotidiana tortura. Yo esperaba oír quejas, denuestos y la indignación de la carne humana interminablemente sometida a ese milagro atroz que es el dolor físico. Ocurrió algo distinto. Ocurrió algo peor. El réprobo había entrado enteramente en la rutina de su infierno. Hablaba con simplicidad, casi con indiferencia, de la picana eléctrica, de la represión, de la logística, de los turnos, del calabozo, de las esposas y de los grillos. También de la capucha. No había odio en su voz. Bajo el suplicio, había delatado a sus camaradas; éstos lo acompañarían después y le dirían que no se hiciera mala sangre, porque al cabo de unas “sesiones” cualquier hombre declara cualquier cosa.
Ante el fiscal y ante nosotros, enumeraba con valentía y con precisión los castigos corporales que fueron su pan nuestro de cada día. Doscientas personas lo oíamos, pero sentí que estaba en la cárcel. Lo más terrible de una cárcel es que quienes entraron en ella no pueden salir nunca. De éste o del otro lado de los barrotes siguen estando presos. El encarcelado y el carcelero acaban por ser uno. Stevenson creía que la crueldad es el pecado capital; ejercerlo o sufrirlo es alcanzar una suerte de horrible insensibilidad o inocencia. Los réprobos se confunden con sus demonios, el mártir con el que ha encendido la pira. La cárcel es, de hecho, infinita.
De las muchas cosas que oí esa tarde y que espero olvidar, referiré la que más me marcó, para librarme de ella. Ocurrió un 24 de diciembre. Llevaron a todos los presos a una sala donde no habían estado nunca. No sin algún asombro vieron una larga mesa tendida. Vieron manteles, platos de porcelana, cubiertos y botellas de vino. Después llegaron los manjares (repito las palabras del huésped). Era la cena de Nochebuena. Habían sido torturados y no ignoraban que los torturarían al día siguiente. Apareció el Señor de ese Infierno y les deseó Feliz Navidad. No era una burla, no era una manifestación de cinismo, no era un remordimiento. Era, como ya dije, una suerte de inocencia del mal.
¿Qué pensar de todo esto? Yo, personalmente, descreo del libre albedrío. Descreo de castigos y de premios. Descreo del infierno y del cielo. Almafuerte escribió: Somos los anunciados, los previstos hay un Dios, si hay un punto omnisapiente; ¡y antes de ser, ya son, en esa mente, los Judas, los Pilatos y los Cristos! Sin embargo, no juzgar y no condenar el crimen sería fomentar la impunidad y convertirse, de algún modo, en su cómplice.
Es de curiosa observación que los militares, que abolieron el Código Civil y prefirieron el secuestro, la tortura y la ejecución clandestina al ejercicio público de la ley, quieran acogerse ahora a los beneficios de esa antigualla y busquen buenos defensores. No menos admirable es que haya abogados que, desinteresadamente sin duda, se dediquen a resguardar de todo peligro a sus negadores de ayer…”