El festín de Babette
por Ruben Cusati
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Ficha técnica
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Sinopsis
Cuando el Papa Francisco era aún el Cardenal Jorge Bergoglio la había elegido como su película preferida. Expresó en una entrevista:
Cuando llega la frescura de la libertad, del derroche en una cena, todos terminan transformados. En verdad, esa comunidad no sabía lo que era la felicidad. Vivía aplastada por el dolor. Estaba adherida a lo pálido de la vida. Le tenía miedo al amor.
Un año después, otra película danesa-sueca de Billie August, Pelle, el conquistador, ganó el Oscar y varios premios. Entre ambas consolidaron los primeros pasos dados por el gran Ingmar Bergman, buceador profundo del alma femenina, e instalaron al cine nórdico como lo mejor de las últimas tres o cuatro décadas. Ello continúa hoy en las series nórdicas de TV (lugar en donde se ha refugiado el gran cine) tan superiores a las estadounidenses y sólo comparables a las inglesas, éstas últimas por su soberbias ambientaciones.
La fiesta de Babette es una obra bella, atrapante. Cabe preguntarse por qué. La respuesta está más allá de la excelencia técnica de la fotografía, del montaje ágil, de la actuación exacta, de la música. La respuesta sale a la luz cuando se analiza el relato. Todas y cada una de las partes antes citadas componentes del filme están hilvanadas con preciosismo mediante un guión nada convencional que sigue con rigor el relato de la baronesa Karen Blixen, alias Isak Dinensen, alias Meryl Streep en Out of África. En el relato pasa la vida y los hechos que hacen que valga la pena.
A priori el argumento era imposible de filmar; de conseguir financiación, no cumple con ninguno de los clichés de los que “saben” del tema. Una historia de dos ancianas a fines del siglo XIX (los nombres de las ancianas no son azarosos, Martina y Filippa remiten a Lutero y al Calvinismo más estricto, a la palidez de la vida) que junto a una cocinera francesa dan una gran cena, no podía ser comercial. Sin embargo esa anécdota pequeña, sin “gancho”, fue un éxito de taquilla refrendado por la merecida obtención de varios premios, entre ellos el del Oscar a la mejor película extranjera en 1988.
Gabriel Axel, adaptó el cuento y dirigió la película cuando se acercaba a la séptima década y murió en 2014 a punto de cumplir los 96 años, plenos de sabiduría.
Como todo buen relato tiene un comienzo suave (como un verso) pero neto y se estructura en los tres actos clásicos. La voz en off define lo importante y las imágenes, con belleza, quiénes son los protagonistas cuya existencia con un punto de tristeza, se diría que no son capaces de disfrutar de la belleza de este mundo. La llegada de dos hombres de mundo al lugar –el detonante– prueban no obstante que no existe aislamiento absoluto, y que Martina y Filipa son seres humanos, no insensibles a los encantos masculinos y a las posibilidades que brinda el mundo más allá de Berlevaag, el pequeño pueblo costero donde residen.
Babette, huye de la violencia que ha reprimido los deseos de libertad en Francia y es el alma del segundo acto, ilumina sin llamar la atención la vida de los que la rodean.
El gran día de la fiesta es el tercer acto de la película y los clímax se suceden, los amores puros que renacen, una comunidad unida, cantos alrededor de la luna y del imprescindible acercamiento de seres humanos en los abrazos.
El crecimiento dramático surge de secuencias a las que no les falta ni sobra nada y cierra con un final de fiesta brillante que remata en una frase que alude, no podía ser de otra manera, a la función del artista. Casi se diría que todo el filme confluye borgianamente en esas palabras finales.
Y de eso se trata, de una parábola acerca del arte y los artistas, el valor del arte mismo, de lo efímero, de lo que da la belleza. Axel demuestra como realizador que no es necesario colocar la cámara inclinada, ni picados o contrapicados violentos, ni hacer efectos especiales o largos diálogos retóricos. Nada de eso, sólo simple (y complicadamente) narrar bien una historia, lo que Hemingway definía escribir (y filmar) bien, con talento.
Uno de los invitados, al saborear uno de los platos, rememora su nombre “cailles en sarcophague” que había probado en el afamado Café Anglais parisino. El plato era un invento del genio culinario más grande de su tiempo, una mujer. Recuerda que dijo aquel día que esa mujer estaba convirtiendo la cena en una especie de aventura amorosa… ¡Por ninguna otra en todo París habría derramado más gustosamente mi sangre en un duelo!”
Tiene que ver también con una de las dos únicas virtudes que se reconocía el gran Jota Carlos Onetti, como prefería que lo llamen, la piedad, la fragilidad de los otros que nos permite reconocer la propia y sentirnos iguales a los demás, que podemos estar juntos y en el pequeño acto frívolo que es el gusto por la comida y la bebida le da a los demás el placer de la vida, tan primordial que enciende el fuego de la humanidad. Más aún en la actualidad (sorprende que esta película no sufra las consecuencias de la obsolescencia dado que este arte sucumbe generalmente ante ella), si pensamos en tantos compatriotas que tienen hambre y necesitan simplemente comer.
Cerca de la centuria le preguntaron a BRussell que lección le dejaría a una próxima generación, un mensaje al futuro en base a su propia vida y el filósofo y matemático inglés respondió: uno es intelectual, atenerse a los hechos y que ellos revelen la verdad, sin desviarse por lo que uno desea creer o por lo que crea que le traería beneficios si así fuera creído y la otra es moral, el amor es sabio y el odio es tonto.
Trailer: