La cuna vacía
Teatro : La cuna vacía
¿En qué hondonada esconderé mi alma
para que no vea tu ausencia
que como un sol terrible, sin ocaso,
brilla definitiva y despiadada?
JLB
Obra La cuna vacia: Omar pacheco dramaturgo y director. Creador del Teatro Inestable. Ha permanecido durante más de 35 años en un proceso de formación, producción e investigación ininterrumpida, a partir de un método de trabajo y una técnica específica opuesta al teatro tradicional, tanto en sus formas como en sus contenidos. Dentro de sus producciones, que marcaron un quiebre en el teatro argentino, se encuentran: “Obsesiones”, “Sueños y Ceremonias”, La denominada Trilogía del horror: “Memoria”-“Cinco Puertas”-“Cautiverio”, “La cuna vacía”, “Del otro lado del mar”.
La experiencia teatral que propone, visual, musical, textual nos remite a las ausencias o mejor, a la presencia de las ausencias y el dolor que provocan sean aquellas arrancadas con violencia o las que nos arrebata sin más la vida.
La palabra, vital en el teatro tradicional, no es la que utilizan los actores para narrar las emociones sino el lenguaje del cuerpo sólo posible con un entrenamiento especial que amplía el trabajo de los actores atravesados por sentimientos desgarradores.
Cada pequeño movimiento de los actores y/o del conjunto nos vuelve presentes a nuestras propias ausencias con la potencia de la voz en off maravillosa de Liliana Daunes colaborando en la narrativa y con el juego de luces visual y la música de Rodolfo Mederos y el canto de Liliana Herrero que conmociona al espectador, suspendido, atrapado, conmovido en la diégesis, impidiéndole un tiempo de reflexión que sólo recuperará al abandonar la sala terminada la función.
Pacheco mueve a sus personajes (con un vestuario de colores simbólicos) en distintos niveles lo que le permite obtener unos planos inclinados con una perspectiva inusual (cinematográfica) y una estética que se apodera de cada espectador de una manera estrictamente personal e inquietante, en un montaje escénico sorprendente entre las penumbras y el humo que sumergen al espectador desde el inicio en un clima espectral.
Los personajes prácticamente mudos cargan un pesado lastre en sus mentes, en sus corazones, pero mejor sería decir en sus cuerpos todos, sobrecargados por un dramatismo denso, atravesado de dolor generando una inquietud latente en el espectador y transmitiendo ese estado angustioso y lacerante a través de cada uno de sus movimientos, de sus gestos. Esa desolación nos remite a los que no están, a los que se fueron, a los muertos. Ellos transitan con la música hacia la muerte a veces o, en otras, hacia una mejor comprensión de sus vidas para, quizás, modificarlas.
La voz de Liliana Herrero calma tanta incertidumbre, tanto dolor. La oscuridad prima en el relato y hace de la iluminación una herramienta fundamental en la obra (una buena iluminación es la que ilumina las sombras suscribirían los buenos fotógrafos). Cada haz de luz acompaña a cada uno de los actores, a cada movimiento, a cada uno de sus gestos, a cada una de sus historias.
La obra culmina (no termina, sino que es una culminación) con la presencia de una gran ausencia, la música de Mederos y el público desconcertado, conmocionado, habiéndose roto la forma de lo conocido, de lo instaurado, recién empieza a darse cuenta al salir de la sala de lo que ha (le ha) pasado.
No al azar la sala teatral se llama “la otra orilla”.
Omar Pacheco nos ha arrojado hacia la otra orilla (sin saber qué íbamos a encontrar) en completo estado de vulnerabilidad, sin armaduras hacia un vacío estructural pero lleno de sentimientos.
por Monica Muiño Crespo