Y me olvidé de olvidarte (cuento)

Subte de la línea A. Esos hermosos coches, crujientes y desencajados. Ese anacronismo que nos invita a fantasear que estamos en otro tiempo; tiempo de señoras con guantes, caballeros de honor, niños educados. Un pasado apócrifo de respeto perdido, anidado entre las puertas de madera… los espejos… las antiguas tulipas de opalina. Una parafernalia de museo que aún funciona no nos deja olvidar ese mundo mejor, que alguien, alguna vez, soñó para nosotros.

En ese traqueteo intermitente, ruidoso y distraído; un chiquilín, indigente, que se acerca. ¿Cuál sería su estrategia para pedir? ¿Un papelito fotocopiado? ¿Algún discurso repetido? Mientras pensaba amagar una respuesta o buscar una moneda, ocurrió algo imprevisto: En un asiento libre, el chico se sentó, estuvo así un instante, y finalmente se acostó a lo largo, echándose a dormir.

Una mujer frente a mí observaba, consternada como yo.

El pibe no pedía nada; y eso era lo peor, porque pedía todo: una cama limpia, un beso en la frente.

Cruzamos la vista con la mujer. Vi su mirada conmovida, como ella vio la mía, y compartimos un gesto de: ¿Qué se puede hacer?

Una caricia, un arrumaco, un cuento leído. ¿Qué sueños sueña un niño que no tiene sueños?

Dicen  que el árbol del olvido, célebre por hacer olvidar sus penas a quien dormía bajo su sombra, fue hachado (por olvido) y condenado al aserradero. Al ser talado, el árbol perdió su encanto, pero sus tablillas aromáticas aún conservan algo de su magia. Hay quienes sostienen que con su madera, construyeron bancos de vagón de subte, y quienes se sientan en él, son víctimas de su poder.

El coche casi vacío. La mujer, cómplice, buscó en su bolso. Sacó un chal, y me observó nuevamente. Respondí afirmando con la mirada. Se levantó, silenciosa, y con cuidado maternal lo cubrió. El chiquito, sin despertar, se estremeció de gusto bajo la calidez del gesto. Tomé la mano de ella, primorosa y le di calor entre mis manos. Sus ojos tibios eran de alguien  que ya sabía qué hacer en este mundo, mientras el niño dormía. A él, alguien le había contado que los chicos que se portan mal, van a la cama, y se despiertan en la calle, o en un vagón. Que son explotados por una bruja malvada, que vive en un reino oscuro y subterráneo. Ella los hace descalzar, y los obliga a pedir. No los educa, porque no sabe, y los chicos se pierden por las cloacas del submundo sin alguien que los sepa amar.

El niño duerme en la cama, arropado por una frazada. Su madre me reprende por los cuentos que le cuento, que le hacen tener pesadillas. Ya está amaneciendo, un bello día. Aunque es domingo suena el despertador, allá, en nuestro cuarto. Intento apagarlo. No es un despertador, es el celular de la mujer que viaja sentada frente a mí. Tal vez algo soñaba ella también. El niño, sin más cobija que el ensueño ajeno, se levantó, buscó sus papelitos, y organizó su tarea de mendigo.

Yo bajé apresurado en la estación Loria. No podía entender por qué me había quedado tan dormido, tampoco pude recordar mi sueño.

Alejandro Belda

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